El
taxi se retrasaba: no podía ser de otra manera. Maite
estaba preocupada, inquieta, no dejaba de ir de un lado al otro por la sala de
recepción del hotel, desde la ventana más próxima a la puerta principal, desde
aquí a otra ventana más alejada y vuelta a empezar. Se
paró por fin, ante la puerta principal moviendo repetitivamente la cabeza con
cara de asombro. No daba crédito a lo que veía tras los cristales.
Y
es que, lo que empezó como un día normal, se convirtió en un día de perros. En
muy breve periodo de tiempo, sin graduación, el sol había sido cubierto por
unos densos nubarrones casi negros. No se veía apenas casi nada. Una
inmensa cortina de agua, en oleadas, empujada por viento en rachas, alguna muy
fuerte, barría y arrastraba todo lo que se encontraba a su paso por la calle. Asustaba
el golpeteo del agua en los cristales, un raudo caudal que en minutos se había
formado ante nuestras narices, amenazaba con colarse por debajo de la puerta de
entrada del hotel, al menos una gran parte de su turbulenta agua y temíamos que
las enormes ramas de los árboles cercanos sacudidas por el brutal viento se
rompieran, salieran disparadas y provocasen un desastre mayor. Lluvia
torrencial y viento huracanado, competían al mismo tiempo entre si y por
separado, como si un poderoso ser invisible que estuviera entre las nubes
escondido, los azuzara provocando un brutal combate para elegir al más fuerte
sacando lo peor de cada uno. Era
imposible salir del hotel y era muy
difícil que cualquier vehículo se atreviera a circular hasta que aquello se
calmase. El
conserje nos animó al ver nuestras caras y dijo:
Así
fue. Poco a poco amainó el temporal y cuando aun caía lo que ya eran las
últimas gotas y el sol se abría paso, entre las nubes, sin concesiones, dejando
ver islotes de cielo azul. El sonido de una chirriante frenada que
levantó más de un metro de agua a su alrededor, al que siguió un molesto
bocinazo, anunció la llegada de nuestro taxi. Salimos
a su encuentro. Cargamos nuestro equipaje, el agua nos llegaba casi a los
tobillos.
No
cogimos atascos, hasta las cercanías del aeropuerto. El tapón se produjo a unos
cien metros del mismo. Pagamos
al taxista, casi sin despedirnos, dándole las gracias, nos pusimos a andar, como ya habían hecho
otros muchos por un superficial y enorme charco; con los pies mojados entramos en la terminal. Eran
siete los puestos de facturación, pero solo operativos tres, no había nadie en
los otros cuatro, aun así, varias personas de forma ordenada aguardaban su
llegada, quizá, se habrían rezagado ante las inclemencias del tiempo. En
los que había personal, el caos era absoluto; varios semicírculos de personas apelotonadas,
ni de la forma más retorcida aquello parecía una cola, pugnaban por ser las
primeras en facturar. Era como estar en un gigantesco bar repleto
de gente en el que era imposible llegar
a la barra por la densidad humana, en el que los más avispados, gritones…
trataban de conseguir su objetivo cuanto antes; había maletas en la báscula,
los más atrevidos, las habían puesto en la cinta transportadora impidiendo su
normal funcionamiento.
-De continuar así nos veremos obligados a
suspender la facturación, dijo señalando y buscando ayuda en otro compañero. Por
megafonía, una voz metálica anunció la apertura de los otros puestos en breve;
Maite y yo obedecimos al instante, y huimos de la bronca, como otras personas y
nos reímos (la primera risa del día),
pues los “tramposos” se quedaron bloqueados durante el rato que duró su
recogida de equipajes para ponerlos al fin ordenadamente. Al mismo tiempo, se informó que, todos los
vuelos tenían retraso. ¡Cómo no!. A través de los ventanales de la terminal, se
veían las pistas de despegue con enormes charcos, que trataban de aspirar
camiones de bomberos, era obvia la situación, el aeropuerto estaba cerrado, todo el mundo
tendría tiempo para facturar sin problemas. Se consiguió un orden en las ahora
sí, filas. Cuando
ya estaba todo organizado, apareció una azafata de tierra con sonrisa forzada,
cara de circunstancias y señalaba a las pistas: al instante de forma aguda me
cayó fatal. Maite
y yo avanzábamos poco a poco y vimos, como algunos inventaban excusas para
colarse. Me
deja pasar, por favor, tengo artrosis.
Una
pareja con chanclas y sombreros de paja, trataba de ponerse por delante de una
venerable anciana y nos sorprendió gratamente a todos los de su alrededor,
cuando con voz acogedora dijo:
Agacharon
la cabeza y volvieron para atrás. Pero
lo más increíble ocurrió en el principio de la fila a nuestra izquierda. El hombre acababa de facturar
y comprobó sus tarjetas de embarque, se dio cuenta de algo anómalo, que cambió su expresióny la de su acompañante - Una mujer joven
de pelo rubio y muy corto.
Hizo
como si tecleara un instante. No es posible. Quizá en el avión puedan cambiar.
Al
rato largo, en el avión cuando estábamos ocupando nuestros asientos, Maite, me
dio con el codo suavemente y me señalo a la ancianita. Cambiaba
su sitio para que los recién casados fueran juntos. Fin. Gracias por leer hasta el final. No olvides dejar tu comentario, para mi es importante. |